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El tío ejemplar y generoso

(Extracto del libro En memoria de Alfonso Álvarez Miaja 1954-2022)

Cuando pienso en el recuerdo más vivo que tengo de mi tío Alfonso, me vienen de golpe a la cabeza los guayabazos que nos tiraba los domingos después de comer en la casa de mis abuelos. En esa cochera y jardín de la Chapultepec Norte transcurrió mi niñez y pasaba todo. Cumpleaños, pijamadas, comidas de los Álvarez, cenas de Navidad, sábados de aperitivo y las inolvidables comidas familiares de los domingos. El ritual era sagrado para todos los miembros de la familia: los hombres se iban al Estadio Morelos una hora antes de que empezara el partido y las mujeres aprovechaban ese tiempo, y lo que duraba el partido, para “ayudar a Doña Luisa”. Los “mequetrefes” íbamos casi siempre al partido de “el Morelia”, salvo ciertas ocasiones de visitas ilustres en las que recuerdo contemplar a la tía Atala con las señoras jugando “la pula” antes de la hora de la comida (el verdadero motivo de su reunión anticipada). Los golpes en el portón de la cochera anunciaban la llegada de “los señores” para comenzar la liturgia del séptimo día.

En la cava de la casa encontrábamos paquetes individuales de Sabritas y dulces Pelón Pelo Rico que mi abuelo nos compraba, y los devorábamos nada más pisar el bar de Donal (acrónimo de don Alfonso ideado por sus hijos). Los platos salados variaban entre carne asada, carnitas michoacanas y la comida española de mi abuela: ensalada rusa y cocido madrileño; pero el postre siempre era el mismo: las paletas de hielo de La Michoacana que llevaban los Álvarez Abraham. Después de comer y pelear por las paletas de cajeta, venía el momento más emocionante de la tarde para mi hermano y para mí. Mientras los señores fumaban puro y las señoras jugaban cartas, mi tío Alfonso nos tiraba como proyectiles las guayabas que se daban en los árboles del jardín de mis abuelos mientras brincábamos en el “tomblinggg”. La actividad no duró más de tres domingos (debido al enfado de mi abuela por las manchas en las paredes y el olor después de algunos días), pero fue suficiente para que se quedara grabada de forma indeleble en mi cabeza. El cuarto domingo cambiamos las guayabas por zapatos y mi tío disfrutaba igual viendo cómo nos reíamos al esquivarlos, lo mismo que nos retorcíamos de dolor cuando nos pegaban.

Cuando comencé con este proyecto pensé que sería muy fácil escribir un texto acerca de mi tío Alfonso, pues conviví con él desde que tengo memoria en calidad de sobrino, lo apoyé en algunos proyectos editoriales de la familia e incluso tuvimos una relación comercial cuando construimos el Edificio Avenida Central. Todo lo contrario. Empecé por escribir las anécdotas familiares de mi infancia que recuerdo con más claridad y después puse por escrito algunas enseñanzas que me quedaron grabadas del proceso de construcción del edificio. Sin embargo, cuando quise darles formato a mis escritos, comencé a describir al Alfonso que está retratado en muchos de los testimonios de este volumen. El hombre honesto, transparente, pragmático, conciliador, franco y fiel a sus ideales. Qué complicado me pareció querer dar un testimonio íntimo de una persona que admiro también por su trayectoria profesional. Por lo que leí en los textos que me enviaron, Alfonso era el mismo conmigo que con todas las personas con las que trataba. Dice el dicho que la verdad no peca, pero incomoda. Y así eran siempre sus opiniones e intervenciones, hablaba con claridad, aunque a veces escucharlo podía llegar a irritarnos. A la larga, todos sus dichos se olvidaban pues sus acciones eran más trascendentales que sus duras palabras.

Alfonso Álvarez Miaja era el hermano mayor de mi papá y cuenta la leyenda que cuando nací, mi abuelo quería llamarme Hugo. Mis papás se opusieron rotundamente, alegando que me llamaría Emilio, y por fin podría ser el hermano grande para vengar los abusos de hermano mayor hacia él. Yo entendía poco de esto porque veía que se llevaban muy bien. Juntos organizaban las comidas en Las Garzas y lo veíamos muy seguido los sábados para nadar en el club. Al Campestre llegaban los dos hermanos con su six de cervezas Modelo Especial para aguantar el calor y asolearse junto a la alberca. En cuanto crecimos, los sábados del club cambiaron por sábados de aperitivo en la casa de mis abuelos (tradición que continúa hasta hoy) en las que el pretexto era vernos y, el motivo, leer los periódicos y comentar la actualidad. “Hola huevonggg”, me saludaba siempre mi tío y las mentadas de madre de su parte eran siempre indefectibles, ya fueran por el futbol, la política, el tema que se tratara en ese momento /o la música que ponía mi abuelo de, entre otros, Juan Gabriel, Rocío Dúrcal, Marco Antonio Solís, Mocedades y María Dolores Pradera. De aquellas reuniones sabatinas en el “bar de Donal” surgieron memorias entrañables, como el desarrollo del libro de mi abuela María Luisa Miaja Isaac (animada por mi papá y mi tío), la organización de las comidas de los Álvarez y la planeación de inolvidables viajes que hicimos en crucero por el Caribe y Alaska. El apodo que se ganó “Alfonsito” por organizar el minuto a minuto de los tours fue el de “Viajes Ponchito”.

Si tuviera que describir a mi tío Alfonso con un solo adjetivo diría, sin temor a equivocarme, que fue un hombre muy generoso. Y aunque sería injusto no mencionar todas sus demás cualidades, al escribir estas líneas me doy cuenta de que la síntesis de su paso por esta vida fue la de ayudar desinteresadamente. Pero no desde una perspectiva filantrópica o por caridad al prójimo, si no desde su inteligencia para solucionar problemas, su transparencia en la manera de pensar y actuar, y desde su franqueza para enfrentar todo tipo de situaciones. “Ayúdate que yo te ayudaré”, y él estuvo siempre para quien se esforzara en hacer bien las cosas. Lo hizo con sus más cercanos, los miembros de su familia y sus amigos; con su ciudad, al involucrarse en proyectos urbanos para mejorar Morelia, y también con su estado a través de sus cargos públicos e impulsando a la iniciativa privada desde distintos frentes. Imposible no mencionar su honestidad y su coherencia, otras de sus cualidades más valiosas y por las que mejor lo recuerdo siempre. Su convicción y su lealtad a sus ideales fueron claves para la credibilidad que ostentó durante toda su vida, pues la manera en la que pensaba era exactamente igual a la forma en la que actuaba, manteniéndose siempre al margen de vanidades y superficialidades. Desinteresado del aplauso y el reconocimiento, lo que de verdad le importaba era que las cosas se hicieran bien y con transparencia.

Para mi tío la familia era muy importante. A partir de la publicación de las memorias de mi abuela, escritas por ella misma a golpe de teclado, Alfonso se dio cuenta del peso de su apellido en la historia de España y se interesó por el exilio español en México. Devoró todos los libros del tema, estudió toda la historia de la Guerra Civil española y terminó acercándose a España con sigilo. Al cabo de los años, se convirtió en uno de los temas que más le interesaban y eso significó un reencuentro con su tío Fernando Rodríguez Miaja (sobrino, yerno y secretario del general Miaja, mi bisabuelo) que lo llevó a tener algunas charlas con él vía correo electrónico y presenciales. Juntos estuvimos en la celebración de los 100 años del tío Fernando en la Ciudad de México en 2017 y la última vez que se verían, en julio de 2019, cuando murió su hermana Gloria Álvarez Miaja. También considero que para Alfonso eran significativas algunas tradiciones, como las comidas de los Álvarez (que junto con mi papá ofrecieron los últimos años) y la de los sábados de aperitivo en el bar de Donal. Cuando éste quedó vacío, él ocupo la silla de mi abuelo y continuó con la costumbre de recibir familiares y amigos para charlar y tomar la copa, con sus características mentadas de madre incluidas. En este nuevo capítulo del bar también se fraguaron proyectos muy emocionantes, como el Edificio Avenida Central; la reedición del libro de mi abuela Sombras y luces del ayer, éxodo de recuerdos, y la planeación y edición de la biografía de mi abuelo Alfonso Álvarez Barreiro, un trabajo que le entusiasmaba muchísimo y del cual, me atrevo a asegurar, estaba muy orgulloso.

Cuando tuve la oportunidad de tratar con él de una manera “diferente” fue cuando me hizo un primer encargo para la remodelación de un salón de fiestas que había comprado para convertirlo en espacios de trabajo para sus hijas. El programa era de consultorios y oficinas, que no mucho tiempo después se convertiría en el edificio que construimos y que aloja la Clínica dermatológica de sus hijas, Cromina. Fiel a su manera de actuar, visitaba muy poco la obra y en sus escasos recorridos se mantenía en silencio, solamente observando los avances y haciendo apuntes y preguntas técnicas enfocadas sobre todo en su materia: el proyecto eléctrico. Recuerdo que yo trataba de convencerlo de que era un buen proyecto diciéndole que era versátil y que, eventualmente, podría convertirse en oficinas o viviendas. Y él me dijo una sola vez con su conocido tono de voz: “Yo sólo quiero una clínica”.

Cuando terminamos el edificio, me citó un par de veces en su casa para comentar algunos desperfectos del proyecto y sus posibles soluciones. Como siempre, fue duro con sus comentarios, pero me dio muchos consejos que me han servido en mi vida profesional. Siempre estaré agradecido con él y su familia por la confianza absoluta que depositaron en mí para diseñar uno de los proyectos que hasta hoy es de los más importantes de mi carrera como arquitecto.

Durante la construcción del edificio, también lo visité en su oficina de eissa, la empresa de reparación de transformadores que había fundado en los ochenta y que dejó de dirigir hace algunos años para convertirla en una cooperativa. Quería enseñarme los muebles de su oficina por los que yo tenía especial interés, pues eran todos originales de Don Shoemaker y estaban muy bien conservados. “Tú eres al único que le interesan”, me dijo, una vez más, a su manera. Justo como era, fijamos un valor (muy considerable) por un lote de éstos y con eso me pagó parte de la supervisión de la obra. Alfonso nos dejó el 13 de abril del 2022 y pareciera que él mismo eligió el día de su partida, en Jueves Santo, para que fuera imposible celebrar la misa por su eterno descanso. Ese mismo año (en septiembre) murió Javier Marías, quien filoso y atinado parecía que disfrutaba incomodar a los lectores con sus columnas en la última página de El País Semanal, que leí muchos domingos. Fue una sorpresa para mí que partieran con unos meses de diferencia dos personas que decían exactamente lo que pensaban, generaban controversias y, considero, tenían el mismo carácter. A finales del año pasado volví a la oficina de mi tío para recoger otro lote de muebles que me heredó sin llegar a enterarse. Entre todos los tesoros que encontré y que dieron pie a este homenaje, descubrí en su estantería uno que llamó especialmente mi atención. Convencido de que los objetos nos recuerdan nuestras vivencias y cuentan las historias de nuestro paso por esta vida, ¿qué historia tendría que contarnos ese pequeño busto de Stalin?

Tío Alfonso, siempre estarás en mi memoria.

Con gratitud,

Emilio Álvarez Abouchard